2/23/2021

La fiebre amarilla en la Argentina de 1871

Por Juan Basterra

En el Capítulo XLI del apéndice al Libro 4 de la obra El mundo como voluntad y representación, Arthur Schopenhauer escribió: “Nosotros no sentimos efectivamente esa desorganización que supone la muerte, más que en los dolores de la enfermedad, de la vejez, puesto que la muerte en sí misma no consiste para el sujeto más que en el instante en que la conciencia se desvanece. . .” Este temor a la muerte, que según las palabras del mismo Schopenhauer no está patrocinado por ninguna de las contingencias contrarias que pueblan nuestra propia existencia, encuentra su relación necesaria en la enfermedad, preámbulo desolado, arduo e inextenso que precede a la cesación de la conciencia y la desaparición del mundo en cada uno de nosotros.

El temor natural a la enfermedad no es privativo del hombre: muchos animales participan de esta experiencia: los ojos sufrientes de una mascota ante un hecho que no comprende, pero que presiente, y del que participa; los pasos presurosos del cervatillo que busca el abrigo del bosque para restañar las heridas infligidas por un depredador, son el comentario adecuado a tal temor.

La enfermedad es la cesación temporaria o definitiva de la sensación de la salud, sensación bienhechora que debido a su misma naturaleza de orden positivo, es difícilmente perceptible; solamente el dolor puede informar la pérdida del bienestar. El conocimiento abstracto de la enfermedad, y la misma experiencia  pasada, no pueden dar cuenta efectiva del mal, debido a que  cualquier manifestación dolorosa actúa en el momento de su acaecimiento y cesa con la desaparición del agente que le dio nacimiento. Así, oscilamos durante toda nuestra existencia entre esos dos estados antagónicos, un poco a la manera de los dos rostros de Jano que no se verán nunca (Borges dixit).

Es muy probable, sin embargo, que la apreciación de lo que suponen la enfermedad y el dolor, se vea mejor reflejada en los grandes frescos que nos brindan el conocimiento histórico y la literatura, apreciación que seguramente se ve favorecida por la misma naturaleza ciclópea de la representación, al brindar a la sensibilidad elementos más visibles y de comprensión más certera. Un ejemplo de lo que vengo exponiendo son los diversos testimonios escritos que en publicaciones contemporáneas y posteriores al hecho, dan cuenta de la gran epidemia de fiebre amarilla que en las postrimerías del año 1870 y durante algunos de los meses de 1871, acaeció en la Argentina.

El escritor francés Paul Groussac, que fue contemporáneo de la fiebre amarilla, (había llegado a la Argentina en 1866, a los dieciocho años), retrató como casi nadie el estrago de la enfermedad y el padecimiento de enfermos y deudos. En los apuntes recogidos en su obra Los que pasaban, publicada en 1919, da cuenta de los meses desastrosos en suelo bonaerense, con aquel estilo certero y cáustico del que Borges dijo alguna vez “Tenía el supremo tono del desprecio”. Algunos recordarán seguramente la memorable frase que compendia los padecimientos de tantos sufrientes: “Por centenares sucumbían los enfermos, sin médico en su dolencia, sin sacerdote en su agonía, sin plegaria en su féretro”, o aquella otra en la que escribe: “La correntada arrastra maderajes, muebles, detritus de toda clase, hasta cadáveres”.  Del mismo y sobrecogedor tono es la novela Ralph Herne del argentino William Henry Hudson, publicada en forma de folletín  por la revista Youth desde el 4 de enero al 14 de marzo de 1888. Hudson escribió sus entregas algunos años después de acaecida la epidemia y en un tono casi pastoral, en ese estilo tan ponderado por Joseph Conrad que decía que Hudson “escribía como crece el pasto”. Este tono bucólico y afable  conviene a los episodios excepcionales y sin medida de la peste en los elegantes barrios del extrarradio bonaerense, acentuando de esta manera la divergencia existente entre los modos de vida acomodados y los desenlaces más fatales. Hudson escribe: “Esa localidad fue famosa enseguida; los que temían por su vida la evitaban como hubiesen evitado bajar a un valle lleno de gases venenosos, mientras que otros, sobre todo hombres de buena cuna que se habían enrolado en la Comisión Sanitaria recientemente formada y que, desde el comienzo de la epidemia, empezaron a mostrar un coraje y una devoción sublimes para ayudar a los que sufrían, se congregaron allí como corren los soldados al lugar donde la batalla es más encarnizada. En cuanto a detener el progreso de la epidemia, era –para usar un viejo símil- como tratar de detener el Nilo con juncos. La gente caía, se retorcía en una indecible agonía por unas horas, moría después y ningún poder podía salvarla”. La culminación feliz de la novela obra como contrapeso a esta descripción excepcional, y a aquella otra memorable de los féretros deslizándose por las aguas acrecidas de las calles, en aquellas lejanas vísperas de la Semana Santa del 71.

Algunos cronistas dejaron también testimonio de la epidemia. Uno de los documentos más certeros, debido al tono médico y sin compasión que le da forma, es el del comerciante y escritor catamarqueño Mardoqueo Navarro. Las anotaciones diarias de lo fue dado en llamarse Diario de Mardoqueo Navarro, comienzan el 27 de enero de 1871 y terminan el 22 de junio. Las entradas son cortas y breves. Algunos ejemplos: “Febrero 8. –La prensa diaria aumenta sus denuncias. Propaganda contra los conventillos, los cuarteles y el Riachuelo”. “Abril 3. -350 sepultureros respetados por la fiebre. Surge la idea de desocupar la ciudad. Muere el Dr. Lucena”. “Abril 27. -Sacerdotes: 49 muertos hasta la fecha”. “Mayo 10. –Llegan socorros de Tucumán. Se reduce a 6 el número de médicos de la Comisión. El comercio entra en actividad.” “-Junio 19. -Enfermos 51; nuevos casos 4. Fallecidos sin herederos: 177 propietarios de casas, depósitos, etcétera”.

Los editoriales periodísticos abundaron durante el transcurso de la epidemia. La Prensa del 11 de abril titula uno de los suyos Desalojo de la ciudad. El editorialista escribe: “La alarma cunde. Los espíritus fuertes, sin desfallecer en su tarea ardiente, han llegado sin embargo a convenir en que es necesario que Buenos Aires se despueble. Tarde, desgraciadamente, hemos venido a una conclusión tan dolorosa. Todos los cálculos han resultado fallidos. Los que hemos escrito sobre higiene hemos poetizado. Los que hemos creído que el flagelo disminuía, hemos soñado. . .”

Hubo otros testimonios: innúmeros diarios personales, bandos municipales y médicos, tesis doctorales, informes sanitarios, libelos y panegíricos. Intentos todos, de aliviar el dolor sin número y las tribulaciones de los argentinos, que hace casi 150 años, y desconociendo el origen del mal, afrontaron la epidemia más grande acaecida en nuestros suelos.

En algún recodo de su obra Schopenhauer planteo que el máximo grado de la objetivación de la voluntad es la especie humana, argumentando que dado que el ser humano se conoce a sí mismo a través de la razón, un grado de objetivación superior sería inadmisible. Es más que probable, entonces, que muchos de aquellos ilustres, oscuros u olvidados memorialistas que trataron de dar cuenta de la excepcionalidad de aquel período, luchando contra sus propias limitaciones y deseos, sometidos por el más devastador de los huracanes, acertando o no en sus conjeturas, escribiendo bien o mal, sean algunos de los asertos adecuados a esas palabras de Schopenhauer.










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